viernes, 5 de febrero de 2016

La conversión

Catequesis San Cirilo de Jerusalén


El ejemplo de la conversión de David
Pero si lo deseas, te presentaré también otros ejemplos que se refieren a nosotros: piensa en el bienaventurado David, claro ejemplo de conversión. Gravemente pecó cuando, después de acostarse, paseó en las horas de la tarde por la terraza mirando descuidadamente y cayendo en su debilidad humana (cf. 2 Sam 11,2). Cometió el pecado, pero, al confesarlo, no desapareció totalmente el brillo de su alma. Se presentó el profeta Natán, que le corrigió diligentemente y fue el médico de sus heridas (cf. 2 Sam 12,1-1 5a). «Se ha airado el Señor y has pecado». Esto se lo decia un particular al rey. Pero el rey, pese a la dignidad de la púrpura, no se indignó. Pues no tenía en cuenta a quien hablaba, sino al que le había enviada a éste. No le cegó la cohorte de soldados que le rodeaba, pues pensaba en el ejército de los ángeles del Señor y temblaba «como si viese al invisible». Y respondió al enviado, o más bien, al Dios que le enviaba: «He pecado contra el Señor» (2 Sam 12,13). Ya ves la sumisión y la confesión del rey: ¿Acaso alguien le había declarado convicto? ¿Había muchos que conociesen el delito? El hecho se había producido rápidamente, pero el profeta se había presentado pronto como acusador. Apenas producida la ofensa, se confiesa el pecado. Al ser reconocido con claridad y sencillez, fue sanado rapidísimamente. Pues el profeta Natán, que le había conminado, le dice al momento: «También Yahvé perdona tu pecado» (ibid). Observa cómo cambia muy rápidamente el Dios que ama a los hombres. Dice, no obstante: «Provocando (a Dios), has provocado a los enemigos del Señor» (2 Sam 12,14, según versiones). Tenias muchos enemigos a causa de la justicia, pero te protegía la castidad. Pero cuando has descuidado esta protección, tienes a tus enemigos en pie para alzarse contra ti. Esta fue la forma como le consoló el profeta.

Pero el bienaventurado David, a pesar de haber oído lo de que «Dios ha perdonado tu pecado», no descuidó hacer penitencia aunque fuese rey, sino que, en lugar de la púrpura, se vistió de saco, y se sentaba no en asientos de oro, sino sobre ceniza y en el suelo. Pero no sólo se sentaba en la ceniza, sino que también se alimentaba de ella, como dice él mismo: «El pan que como es la ceniza» (Sal 102,10). Su ojo lujurioso lo colmó de lágrimas, según dice: «Baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama» (Sal 6,7). Cuando los príncipes le exhortaban a que probase el pan, no asintió y continuó su ayuno hasta el séptimo día (2 Sam 12, 17-20). Si el rey se manifestaba así, ¿no harás lo mismo tú que eres un simple particular? Después de la rebelión de Absalón, al ofrecérsele (al rey) diversos caminos para la huida, eligió hacerlo a través del monte de los Olivos (2 Sam 15,23), como invocando en su mente al Libertador, que desde aquí había de ascender a los cielos. Y como le hiriese Semeí con duras maldiciones, respondió: «Dejadlo», pues sabía que a quien perdona se le dará el perdón.


Exhortación final
¿Qué, pues? A Nabucodonosor, que tantos males había hecho, Dios le dio, al haber confesado, el perdón y el reino: y a ti, si te conviertes, ¿no te dará el perdón de los pecados y el reino de los cielos, si te conduces dignamente? Dios es clemente, pronto en perdonar y tardo para la venganza. Así pues, que nadie desespere de su propia salvación. Pedro, el príncipe de los apóstoles, negó tres veces al Señor ante una sierva cualquiera. Pero, tocado por el arrepentimiento, lloró amargamente: al llorar, manifiesta la conversión íntima del corazón; y por ello no sólo recibió el perdón por su negación, sino que también conservó la dignidad de Apóstol.


Hay, pues, hermanos, multitud de pecadores que se convirtieron y consiguieron la salvación, confesad también vosotros ardientemente al Señor para que recibáis el perdón de los pecados precedentes y, hechos dignos del don celestial, podáis heredar el reino de los cielos con todos los santos, en Cristo Jesús, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.




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