Catequesis de San Cirilo de Jerusalén
Realidad temible es el pecado y gravísima enfermedad del alma es la iniquidad: le secciona los nervios y además la dispone al fuego eterno. La maldad se da cuando hay delectación libre, un germen que lleva voluntariamente al mal. Ya el profeta señala con claridad que el pecado se comete de modo espontáneo y libre: «Yo te había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?» (Jer 2,21). La plantación es buena, pero el fruto es malo, malo por la libre voluntad: el que plantó está libre de culpa, pero la viña será aniquilada por el fuego; plantada para el bien, produjo el mal por su propio deleite. Pues, según el Eclesiastés, «Dios hizo sencillo al hombre, pero él se complicó con muchas razones» (Ecl 7,29). Y el Apóstol dice: «Hechura suya somos, creados... en orden a las buenas obras» (Ef 2,10). Pues siendo bueno el creador, creó «en orden a las buenas obras», pero la creatura se volvió al mal por su propio arbitrio. Grave mal es, según esto, el pecado. Pero no es irremediable: es grave para quien permanece en él. Pero es fácil de sanar a aquel que lo rechaza en la conversión. Imagínate que alguien tiene fuego en sus manos. Sin duda se abrasará mientras retenga el carbón, pero si lo arroja fuera de sí, suprime la causa de su quemadura. Pero si alguien piensa que no se quema al pecar, a ese tal le dice la Escritura: «¿Puede uno meter fuego en su regazo sin que le ardan los vestidos?» (Prov 6,27). Así pues, el pecado abrasa los nervios del alma.
Pero dirá alguno ¿Qué es el pecado? ¿Es un animal, un ángel o un demonio? ¿Qué es lo que lo produce? Atiende bien: no es un enemigo que te invada desde fuera, sino algo que brota de ti mismo. «Miren de frente tus ojos» (Prov 4,25) y no experimentarás la pasión. Ten lo tuyo, no te apoderes de lo ajeno y no existirá en ti la rapiña. Acuérdate del juicio y no existirán en ti la fornicación ni el adulterio ni el homicidio ni nada que sea pecaminoso. Pero si te olvidas de Dios, comenzarás a pensar en el mal y a realizar lo ilícito.
Pero no sólo tú eres origen y autor de lo que haces: hay también un depravado instigador, el diablo. El tienta a todos, pero no puede con los que no consienten. Por ello dice el Eclesiastés: «Si el espíritu del que tiene poder se abate sobre ti, no abandones tu puesto». Cierra tu puerta y hazlo huir lejos de ti para que no te cause daño. Pero si das entrada con indiferencia al pensamiento libidinoso, oponiéndose a tu ánimo, plantará en ti sus raíces, atará tu mente y te arrastrará hasta la cueva de los malvados. Y si acaso dices: Soy fiel, no podrán conmigo los malos deseos, aunque frecuentemente los tenga en mi ánimo. ¿Ignoras tal vez que la raíz que permanece tiempo ligada a la piedra acaba siempre rompiéndola? No aceptes siquiera el germen, porque hará añicos tu fe. Arranca de raíz el mal antes de que florezca, no sea que, actuando negligentemente desde un comienzo, tengas luego que pensar en el fuego (cf. Jer 23,29) y en el hacha (Mt3,10). Cúrate a tiempo la inflamación de ojos, para que no te quedes ciego y busques entonces médico.

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